Los datos muestran que el libre
mercado es mucha mejor opción que el intervencionismo estatal. La libertad es
el único camino a la prosperidad. Menos Estado es más libertad. Ergo, cuanto
menos Estado, más prosperidad. Entre 1990 y 2014, el pbi per cápita de los
países más libres (+3,63%) creció a un ritmo promedio anual +138% mayor que el
de los países menos libres (+1,52%). El pbi per cápita en dólares PPP de los
países más libres (usd41.228) es 7,5 veces mayor que el de los menos libre
(usd5.471). Por otra parte, la pobreza extrema en los países más libres (1,9%)
es inmensamente inferior a la que hay en los países menos libres (30.6%).
Los resultados anteriores muestran
que la teoría austríaca es la intelectualmente vencedora. De acuerdo con la
teoría austríaca, el libre mercado maximiza la utilidad social porque todos
ganan utilidad a partir de las transacciones voluntarias. Si las transacciones
son en libre mercado, son voluntarias, y si son voluntarias, ganan todos; sino
no existirían. De hecho, en libre mercado el agente económico intercambia
voluntariamente porque (a priori) maximiza su utilidad, y cada transacción se
produce por el beneficio esperado por cada parte de la transacción. En este
marco, en el libre mercado no puede haber explotación.
Por el contrario, toda
intervención del Estado consiste en el uso de la fuerza física agresiva dentro
de la sociedad; significa sustituir acciones voluntarias por coacción. Con
intervención estatal, los individuos hacen lo que no habrían hecho sin la
coerción pública, o sea, cambian su accionar a causa de la amenaza de violencia;
y en consecuencia pierden utilidad y calidad de vida. La intervención estatal
se enfrenta irremediablemente al problema del cálculo económico. El interventor
o planificador estatal no dispone del sistema de precios que le brinde la
información necesaria para poder realizar correctamente sus cálculos, y así
saber qué, cuánto y con qué calidad producir bienes y servicios. Sin precios,
tampoco puede conocer la forma económica más correcta de producirlos. En este
contexto, la intervención estatal siempre conduce a resultados muy diferentes a
los deseados, inexorablemente peores.
Como muy bien explica Hayek en su
último libro “Camino de la Servidumbre”, una vez que el Estado interviene, tal
intervención causará consecuencias negativas no previstas, que el interventor
observará e intentará “solucionar” con nuevas y crecientes intervenciones. Los
problemas se seguirán agrandando e indefectiblemente habrá más intervenciones.
Los malos resultados están condenados a multiplicarse y crecer en el tiempo. En
este marco, se entiende que la diferencia entre el intervencionismo estatal, el
socialismo y el comunismo es un problema de escala y no de esencia. Todos
implican, con diferente ímpetu, menos crecimiento, menor creación de empleo,
más pobreza y peor calidad de vida.
¿Por qué a la gente le cuesta ver
esto? Porque desde el jardín de infantes, pasando por la primaria y secundaria,
hasta la universidad se nos adoctrina en la religión del Estado. Desde pequeños
se nos enseña que el Estado tiene que intervenir, regular, redistribuir y
elegir ganadores y perdedores. La educación no es laica, tan sólo ha cambiado
de religión. Antes, la educación estaba al servicio de la iglesia y su papa,
cardenales y obispos. Ahora está al servicio del Estado y los políticos. En el
pasado, el Estado, los políticos y funcionarios gobernaban por y para Dios. En
el presente, los gobernantes tienen un conjunto de funcionales intelectuales
cortesanos que filosofan, investigan, escriben teorías y desarrollan modelos
para convencer al público (que ahora vota) que el Estado y los políticos
gobiernan, intervienen, imponen contribuciones (impuestos) y gastan nuestro
dinero mejor que nosotros persiguiendo el “bienestar público”. La educación
pública es toda una maquinaria montada en este sentido. Hay todo un
establishment académico (cortesanos) que no solo justifica y apoya la
intervención estatal, sino que la reclama en cantidades creciente y mayores
dosis. A cambio reciben ingresos, puestos y prestigio. En este marco, los
cortesanos del Estado han creado una serie de mitos sobre las políticas
públicas que procederemos a derribar.
1) El “buen” impuesto o impuesto neutral: no existe un impuesto
neutral, es decir, un impuesto que mantenga el mercado igual que si no hubiera
impuestos. Los impuestos son un acto violento y criminal que veja la propiedad
privada. A mayor presión fiscal y más impuestos, más recursos se están retrotrayendo
del accionar voluntario del mercado. Po rende, más violencia y crimen, mayor distorsión
y efectos negativos, menos utilidad, actividad económica y bienestar.
2) El Gasto público no genera valor económico: el Estado gasta
sin economizar, de más y sin poder maximizar la utilidad de los receptores;
aunque la casta política sostenga lo contrario y diga conocer en que consiste
el bienestar de los terceros y cómo alcanzarlos. Además, el valor económico que
tiene el gasto gubernamental es nulo. Es fácil de explicar. El aporte o valor
que cualquier sector productivo, empresa o agente hace al sistema económico se
mide por la cantidad de dinero que la gente gasta voluntariamente en comprar
los productos que ellos producen. Pero el valor del gasto público y del
gobierno no se mide en el mercado. No hay pagos no voluntarios. Ergo, no hay
valor económico. Es más, el gasto se financia “sacándole” al mercado; entonces
en realidad resta. El aporte económico del gasto público es $0.
3) La mentira de la obra pública: los políticos se llenan la
boca diciendo que la obra pública no es un gasto, sino una inversión: gasto de
capital. Aplicar el término “capital” a cualquier gasto de gobierno es un error
conceptual. “Capital” son los bienes productivos que se transforman hasta
convertirse más tarde en bienes de consumo final (bienes inferiores). Los
bienes de capital los crea el inversor, no por sí mismos, sino con el fin de
utilizarlos para producir bienes de orden inferior a ser consumidos en el
futuro. Los bienes de capital se crean para satisfacer las necesidades de los
consumidores (terceros), no las del inversor (propias). Exactamente lo
contrario sucede con el gasto público en general, y el gasto de capital que
hacen los políticos. Ningún gasto gubernamental puede considerarse como
auténtica «inversión», y nada que sea propiedad del gobierno puede ser
considerado capital.
4) El dislate de los subsidios: en libre mercado la riqueza
solo es producto de las elecciones voluntarias de todos los individuos que se
prestan servicio entre sí. Los subsidios dislocan todo el escenario: se asigna
riqueza sin producir y sin satisfacer al prójimo. Surge la posibilidad de
enriquecerse a partir de tener la habilidad para controlar o hacerse amigo del
aparato del Estado, es decir; corrupción. A más subsidio, más propensión a
abandonar la producción e ingresar en las filas de los que viven a costa de
otros. Más se impide el funcionamiento del mercado, más recursos quedan
asignados en formas ineficientes, y más bajo es el nivel de vida de todos. Por
ejemplo, el subsidio al desempleo es un subsidio al desempleo causado por leyes
de salario mínimo o sindicalización obligatoria. El subsidio al desempleo
impide que los trabajadores desempleados lesionen los intereses sindicales.
5) Las empresas estatales no pueden funcionar “bien”: una
empresa privada tiene fondos limitados y voluntarios de los inversores
privados; y esto hace que las firmas privadas tengan altos incentivos a “hacer
las cosas bien” y ganar dinero brindando el mejor bien o servicio a los
consumidores. Si no lo hacen, quiebran. Por el contrario, la empresa pública no
tiene riesgo de quiebra ya que la capitalización gubernamental tiende a ser
infinita, porque se nutre de los impuestos o del impuesto inflacionario. Esta
falta de escasez hace que no haya incentivos correctos para determinar precios o
costes, ni dar destino a factores o fondos de una manera racional. Y dado que
todos los mercados están interconectados, las empresas públicas contagian caos
a todo el sistema económico, conduciendo a la asignación ineficiente de
recursos y la pérdida de utilidad y bienestar.
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