por Javier Milei
Probablemente,
pocas plagas han hecho tanto daño a la humanidad como los que ha causado la
“teoría general” de John Maynard Keynes. A modo de ejemplo, su intenso uso por
más de 70 años en nuestro país nos ha vuelto en uno de los pocos casos de
divergencia a nivel mundial, ya que de ser un país rico nos hemos convertido en
uno de frontera (menos que un emergente). Es más, de seguir abrazados al
nefasto libro de 1936 terminaremos siendo un país pobre.
La
macroeconomía dominante de aquel momento se sustentaba en la base del esquema
ahorro-inversión inspirado por el sueco Johan Gustaf Knut Wicksell. Así, la
vertiente sueca con Cassel, Lindhal, Ohlin y Myrdal basada en los fondos
prestables, la escuela de Cambridge de Inglaterra con Hawtrey, Robertson y
Keynes (el del tratado sobre el dinero de 1930) con apoyatura en los
especuladores financieros y la teoría del ciclo de origen crediticio austríaca
de Mises y Hayek tienen su origen en la contribución de Wicksell. Es más, las
familias keynesianas posteriores a la “teoría general” de Keynes son
descendientes de dicho enfoque.
La idea
básica es muy simple. Las decisiones de ahorro (postergar consumo presente a
cambio de un mayor consumo futuro) e inversión (mayor producción futura) son
coordinadas por la tasa de interés. A su vez, en el mercado de dinero se
determina el nivel de precios. Por último, frente a un mercado laboral
plenamente flexible (tanto en lo institucional como en lo funcional –oferta no
rígida-), el salario real será consistente con el nivel de pleno empleo. De
esta manera, cuando la tasa de interés no se halla en su valor de equilibrio
esto impactará en los precios. Cuando la tasa de interés está debajo del nivel
de equilibrio habrá un exceso de demanda de bienes, cuya contrapartida será un
exceso de oferta de dinero que impulsará el aumento del nivel de precios
(preocupación de los austríacos y de los suecos). En el caso contrario
estaríamos frente a una deflación (motivación de los ingleses).
Sin
embargo, este marco analítico no era apto para los políticos con deseos
intervencionistas. En función de esta demanda y mediante una mala
interpretación de la Ley de Say, Mr. Keynes se propuso destruir el viejo
sistema para crear uno más acorde a las necesidades del momento (lo cual lo
convirtió en el primer economista que, en lugar de señalar a los políticos los
límites de la economía, se dedicó a potenciar sus fantasías). Así, determinó
que la inversión estaba regida por el humor de los empresarios sin vínculo
alguno con la tasa de interés (animal spirits), mientras que el ahorro, al ser
entendido como un residuo de un consumo que sólo depende del ingreso corriente,
quitó del análisis la idea de la sustitución entre consumo presente y futuro
vía tasa de interés. De este modo, se desterró la tasa de interés del mercado
de bienes y el ahorro e inversión determinarían el nivel de ingreso corriente.
A su vez, bajo este nuevo esquema, la tasa de interés coordinaría al mercado de
dinero y como gran estrella de la nueva teoría tomó lugar el falaz
multiplicador keynesiano. Como si todo este daño fuera poco, sumando la
hipótesis de la trampa de la liquidez, nos encontramos con el combo perfecto
donde, la política monetaria es totalmente inefectiva y la fiscal es plenamente
poderosa. El paraíso del político derrochador.
En este
sentido, cuando alguna persona manifiesta que caer en default no tendría
consecuencia alguna sobre la economía, puede deberse a que no ha estudiado
suficiente economía o que sufre de una fuerte infección de keynesianismo modelo
Ford T. Si la economía entrara en default, en el corto plazo, la volatilidad y
la incertidumbre se desbordarían. El riesgo país se dispararía (a estos
keynesianos enemigos de los datos les vendría bien mirar los números del
mercado luego de los dos discursos de CFK sobre los holdouts) y con ello la
tasa de interés, produciendo una abrupta caída de la inversión. Por otra parte,
una mayor incertidumbre generaría incentivos para convertir los ahorros en
moneda extranjera poniendo mayor presión sobre el tipo de cambio y el nivel de
precios. Ante dicho contexto tendría lugar una fuerte descoordinación entre
ahorro e inversión, lo cual destruiría el nivel de actividad, el empleo y el
salario real.
De
hecho, aún un keynesiano puro como James Tobin que vivió la transición de dicha
escuela no podría soportar tamaños disparates. Por ejemplo, la teoría Q de la
inversión señala que esta viene determinada por el cociente entre el valor de
mercado y el de reposición de los activos, de modo tal que cuando dicho
indicador se ubica por encima (debajo) de la unidad, la inversión sube (cae).
Es más, si el valor de mercado de los activos es determinado por el flujo de
fondos descontados, la Q de Tobin vendrá determinada por el cociente entre el
retorno de los activos y la tasa de descuento. Por lo tanto, cuanto menor el
retorno de los activos (ya sea por controles de precios, subas reales de los
costos en general y aumento de la presión impositiva) y mayor la tasa de
descuento (tanto por aumento del riesgo específico como por el riesgo sistémico
- país -) la inversión caerá. A su vez, no hace falta ser un experto en
economías abiertas para saber que un aumento del diferencial entre la tasa
local e internacional conduce a una mayor expectativa de devaluación, lo cual
incentiva mover el portafolio (Baumol-Tobin-Markowitz-Sharpe) hacia los activos
externos. Es más, frente a semejante falla de coordinación del sistema, aún con
una tasa de inflación creciente que favorezca el consumo por el solo hecho de
salirse del dinero local (algo muy peligroso si hay un sobrante de pesos), no
alcanzaría a compensar la merma por caída de los ingresos reales.
En
definitiva, tal como señalara Paul Samuelson, hay muchos economistas
keynesianos modelos Ford T que ignoran olímpicamente las contribuciones que han
tenido lugar luego de la aparición de “la teoría general”, entre otras cosas,
la síntesis neoclásica-keynesiana. Ignorar estos avances aludiendo a Keynes,
pareciera estar pasando la raya que separa lo simpáticamente heterodoxo de lo
que se transforma en un grotesco emergente de la pluma de un inspirado Dante.
Finalmente,
si luego de todo esto, Usted sigue considerando que mi introducción es
exagerada, piense en los millones de personas en el mundo que hemos sufrido la
inflación de los ‘70s (sólo ahí tiene más de 4.000 millones de seres humanos),
los latinoamericanos que padecimos la crisis de los ‘80s (por lo menos unos 450
millones), o sin ir mas lejos, los millones de argentinos que hemos habitado
este suelo durante los últimos 70 años (cerca de 70 millones –cálculo emergente
de hacer nula la tasa de mortalidad). Esto es, más de 4.500 millones de seres
humanos víctimas del keynesianismo
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