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martes, 21 de enero de 2014

Tribulaciones de un Keynesiano

por Miguel Friedman

La versión más rancia del keynesianismo sostiene que en el contexto de una economía totalmente cerrada, una inversión insensible a la tasa de interés cuyo único factor causal es el crecimiento del nivel de actividad (los animal spirits son exógenos), un consumo que solo depende de una fracción del ingreso corriente, precios y salarios rígidos a la baja (fijos en esta versión) y una demanda de dinero infinita (trampa de la liquidez), dan como resultado una política fiscal plenamente poderosa para estimular el nivel de actividad y el empleo sin impacto en el nivel de precios, mientras que la política monetaria resulta absolutamente impotente (sin efecto en precios ni cantidades).

Sin lugar a dudas, la realidad argentina se ha convertido en una verdadera pesadilla para quienes abrazan de manera fanática al modelo descripto. No sólo los aumentos en el déficit fiscal no logran impactar sobre el nivel de actividad, sino que al ser financiado vía emisión monetaria (a falta de otra fuente) genera inflación, apreciación de la moneda, deterioro de las cuentas externas y degradación del balance del BCRA.

Ante dicha situación, el Gobierno decidió torcer la realidad (recuperando a la política como el arte de lo posible) ajustándola a la lógica del modelo. Así, la inflación se la combate con el control de precios y salarios, de modo tal que tome lugar el soñado ajuste de cantidades liderado por la demanda, sin tener en cuenta que la respuesta en actividad depende de la oferta, la cual se deriva de la acumulación de factores (capital y trabajo) y progreso tecnológico. En cuanto al plano externo, la respuesta fue avanzar en el cierre de la economía tanto en lo comercial como en lo financiero, mientras que en el área monetaria fue imponer la pesificación forzada de la economía para recrear el mundo de la trampa de la liquidez (así, emitir no causaría inflación ya que todo dinero emitido sería demandado). A su vez, esta última situación descomprimiría el mercado cambiario por bloquear la sustitución de portafolio en favor de la moneda extranjera, convirtiendo al mercado paralelo en el termómetro del desequilibrio.

Naturalmente, la batería de controles y la restricción a que los precios expresen libremente la información que debería guiar a la asignación de recursos en la economía ha derivado en un estancamiento en el nivel de actividad, la inversión privada languidece, el único empleo que se crea es el público (maquillando logros a fuerza de emisión) y la inflación sigue en una tendencia creciente, lo cual tiene lugar en el mejor contexto internacional de la historia (altísimos términos de intercambio con tasas de interés casi nulas), situación sólo asimilable a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Bajo esta misma lógica caen los intentos de controlar el dólar en el mercado paralelo. Dicho valor surge del tipo de cambio implícito entre la cotización de un bono soberano en el mercado local en pesos y el mismo título en Nueva York expresado en dólares. Así cuando los inversores esperan una devaluación compran bonos en Argentina en pesos y los venden en dólares en NY, esta situación incrementa el diferencial de precios tomando lugar una devaluación en el dólar blue, que al no ser acompañado por el oficial incrementa la brecha cambiaria. En el pasado reciente (abril y octubre de 2013), cuando la cotización excedió los $10, el Gobierno atacó el problema con tres medidas: (i) utilizó las agencias públicas para vender bonos en el mercado local (una redistribución del ingreso a la Hood Robin contra los jubilados), (ii) retiró al Banco Nación como proveedor de liquidez en pesos del mercado interbancario y (iii) levantó las tasas de los pases para restringir aún más la liquidez de los bancos. Todas estas medidas contra la liquidez derivaron en una oleada de ventas en el mercado local que deprimieron  de manera transitoria el valor del paralelo. Sin embargo, dicha baja no obedeció a un suceso virtuoso (suba en el precio en dólares por una mejor situación fiscal) sino que derivó de una alquimia monetaria que ataca el efecto y no la causa del problema. Naturalmente, durante estos días, y sin registro alguno de la lección, se repite la situación.

Finalmente, para mayor desconcierto de la conducción económica, ante los fallos del modelo y en una “suerte de giro ortodoxo”, aceleró la tasa de devaluación del tipo de cambio oficial y declara la voluntad de reducir el ritmo de emisión monetaria. Sin embargo, este movimiento ha llegado muy tarde. M1 hoy alcanza un 15,5% del PIB (previo al Rodrigazo era 14,8%) cuando el promedio histórico de los últimos cuarenta años es de 8,8% y el valor de la tendencia de largo plazo es 5%. En favor del modelo, suponiendo la existencia de un cambio estructural en la demanda de dinero en 2001, dicha variable debería ubicarse en torno al 10,5% del PIB. Esto es, hoy en la economía sobran por lo menos $150.000M y que de mediar un cambio de humor que redujera la demanda de dinero a su promedio ello implicaría un salto en los precios del 50%. Si a esto le sumamos niveles de emisión del 30% (esto es, no hay mayor deterioro de las cuentas públicas), la tasa de inflación se ubicaría en torno al 100%. Por ende, extrapolar al mundo real la demanda de dinero infinita nos ha llevado a la TRAMPA de MALA PRAXIS keynesiana, cuyos costos serían pagados por millones de personas.


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